En la habitación de un hospital, y en el curso de la que muy probablemente sea su última noche en este mundo, un hombre de unos 65 años le cuenta a alguien -quizá a una enfermera-, y también a sí mismo, la historia de su vida. Dejándose llevar por el azar de la memoria y la fluidez de su propio relato, va y viene en el tiempo, rescatando episodios de su niñez, de sus incertidumbres de adolescente, de su madurez, de las pequeñas y más significativas aventuras que vivió y que vio vivir. Porque a este hombre le ha gustado siempre mirar el espectáculo del mundo tanto o más que participar de lleno en él. De algún modo, es un voyeur existencial. Pero, como todos, conoció el amor, el sabor agridulce de la libertad, el poder, el horror, la belleza, la amistad, el absurdo, la buena conciencia y la doble conciencia, la relación siempre fascinante entre las palabras y las cosas, y en fin, todos los ingredientes de que está hecha la vida. Y no sólo cuenta, sino que al hilo de cada episodio va reflexionando, intentado buscar algún sentido al viejo misterio de vivir, y todo ello con la sinceridad y la urgencia de quien quiere, y hasta necesita, sacar en claro qué tipo de hombre ha sido él, qué significado ha tenido su vida, ahora que parece llegar a su término y no hay tiempo ya de engañarse ni de rectificar.